Comentario
El valor conferido a la portada en la arquitectura hispánica, especialmente durante el Barroco -la combinación de una tectónica estática con unas portadas exuberantes- parece, a primera vista, una limitación de unos planteamientos barrocos reducidos a un mero retablismo decorativo. Lo cual sería cierto si el Barroco se definiera desde un único modelo como, por ejemplo, el Romano o haciéndolo derivar de una serie de categorías plásticas cerradas en sí mismas. Pero una definición establecida desde estos supuestos anularía el fundamento mismo de la arquitectura de los siglos XVII y XVIII debido a que el análisis del Barroco sólo puede emprenderse desde su consideración como una suma de opciones plásticas.Es evidente que en el Barroco hispánico no existe una tendencia generalizada que desarrolle una concepción dinámica y expresiva del espacio, mientras que, en cambio, sí existen tendencias igualmente barrocas en las que la combinación de estructura y decoración crea un efecto igualmente sensorial y persuasivo. En este sentido, la idea espacial que preside los interiores así como el tratamiento dado al paramento no es una mera pervivencia renacentista aplicada por inercia. La planimetría de los muros, el fundamento reticular de las plantas, la estaticidad tectónica de los edificios, no son sólo la consecuencia de una ignorancia de las posibilidades dinámicas del muro, sino, por el contrario, "el desarrollo intencionado de un contrapunto" en el que los elementos específicos de cada componente adquieren mayor acento y eficacia. En cambio, en Brasil, donde a causa del importante desarrollo económico tiene lugar una potente arquitectura durante el siglo XVIII, caracterizada por una retórica expresiva basada en una concepción del espacio dinámico, las decoraciones de las portadas se reducen a meros marcos decorativos de los accesos (iglesia del Rosario de Ouro Preto, catedral de Olinda).En las principales realizaciones del Barroco hispánico, portada y estructura no se comportan como elementos independientes. El sentido de la ornamentación se acentúa por el estatismo de la estructura entendida como soporte, articulando una unidad similar a la que en un libro desarrolla la relación entre texto e ilustración. Las portadas y los retablos, con sus programas iconográficos y sus recargadas composiciones, no fueron un elemento gratuito por cumplir una función arquitectónica precisa como medio visual de persuasión.La expansión de esta concepción fue común a la arquitectura hispanoamericana. Y cuando hallamos un grupo de edificios en los que se siguió otro planteamiento fue debido a que existieron condicionantes concretos que exigieron otra solución. Es el caso de la arquitectura de Antigua (Guatemala), condicionada por la necesidad de contrarrestar los efectos destructores de los terremotos. Las iglesias son poco elevadas y la portada-retablo pierde su condición de núcleo destacado para extenderse a toda la fachada que, de este modo, resulta compacta, reducida y sólida como las de las iglesias de Santa Clara, Santa Cruz y El Carmen. Tampoco faltaron edificios en los que se desarrolló un esquema distinto de fachada debido a razones de índole formal como San Francisco de Quito, en el que los planteamientos manieristas de raigambre italianizante hacen que la portada y la fachada se proyecten como una unidad formal. Las obras de construcción de San Francisco de Quito se iniciaron en 1564 y se concluyeron en 1581. Para salvar el desnivel con la plaza se trazó una escalinata, derivada de la proyectada por Bramante para el Belvedere y difundida por el grabado de Serlio. Fachada, portada y escalinata se proyectaron como una estructura unitaria e indivisible.Ahora bien, esta solución no marcó la tónica de los desarrollos más generalizados de la arquitectura iberoamericana. Paulatinamente en las portadas se fueron configurando unos planteamientos y tipologías cada vez más autónomos. Un claro ejemplo de este proceso lo constituye la fachada de la iglesia de San Francisco de Lima, comenzada en 1657 y consagrada en 1673, cuyas torres se hallan decoradas con un almohadillado cuyo relieve alterna en hiladas pero que, a diferencia de lo que ocurre en Quito, permanece como algo específico de la tecnología del edificio, sin conexión con la portada proyectada como un retablo exterior independiente. En la portada se condensa un juego decorativo propio de retablo con rasgos que configuran una tipología específicamente peruana. En realidad, en la portada de San Francisco de Lima cristalizaba la experiencia iniciada con anterioridad por Pedro Noguera en la portada de la catedral de esta ciudad cuando sustituye a Arrona e introduce en el segundo cuerpo el típico frontón curvo partido del Barroco peruano que alcanzará una rápida difusión en retablos y portadas como la de la iglesia de la Compañía en Cuzco, comenzada en 1651.La proliferación de construcciones religiosas con estas pautas dio lugar durante los siglos XVII y XVIII a una auténtica inflación de portadas-retablos, en las que la imitación de los modelos más prestigiosos desplazó la diversidad hacia el empleo reiterativo de unas tipologías precisas. Así, las portadas del tipo descrito de las iglesias de San Sebastián de Cuzco, que estaba acabada en 1676, y la de San Pedro de esta misma ciudad (iniciada en 1688 y concluida a principios del siglo XVIII), continúan disciplinadamente el desarrollo del modelo. Aunque este tipo fue el más difundido en Perú y al que pertenecen las portadas de las iglesias de Lampa y San Jerónimo de Asillo (Puno), también se produjeron realizaciones, como la portada de la iglesia de las Trinitarias de Lima (1720), en las que, sin abandonar los rasgos definidores de esta tipología, se combinan elementos decorativos y constructivos derivados de un esquema independiente.